I N F A N C I
A
Un campo
inmenso, con mucho pasto. Alto, finito y verde. El horizonte se alcanza a ver a
lo lejos porque hay mucho espacio entre una casa de madera y otra. Las nubes
pasan rápido empujadas por el viento fresco. El olor a sol, el calor del sol en
medio del invierno. Los pies que, descalzos, juegan a correr en el pasto,
sintiendo la humedad, tocando la tierra con los dedos, ensuciándose las uñas
con una línea de roña negra que se limpiará después, más tarde, en la bañadera
de la casa en la que el cuerpo se sumergirá por largo rato hasta que las yemas
de los dedos envejezcan ochenta años de golpe. No se sabe bien dónde termina el
campo, la mirada se pierde en una distancia sin fin. Los pies y la pollera
verde con volado de florcitas naranjas se mueve mientras el cuerpo baila al son
del viento. El aire frío en la cara, el cielo, la forma de un conejo que se
esconde en una nube, los pensamientos son de felicidad.
En un
instante, el cielo se prepara para una tormenta. Las nubes cambian su color y
el blanco del conejito se vuelve negro. Aunque no terminó el día el cielo ya es
todo oscuridad. Casi sin tiempo para entender algo los pies se separan del
suelo y el cuerpo comienza a girar en el aire. Un torbellino, un huracán, una
fuerza misteriosa y desconocida que marea hasta vomitar. Todos los colores se
mezclan, todos los sonidos son de viento. El tiempo se hace borroso e infinito.
La caída en el pasto, el raspón de
la tierra en las rodillas y el dolor que hace la piel cuando deja ver la carne.
No se sabe cuán lejos o cerca está el hogar, no se sabe si será posible algún
día encontrar el camino para volver a casa.
Mayo 2016
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